
ATB
Si todo saliera como pronosticó la administración Bush hace cinco años, la invasión y la reconstrucción de Iraq costarían aproximadamente 50.000 millones de dólares (cerca de 41,6 millones de euros) para los Estados Unidos. El cálculo, sin embargo, parecía irreal para muchos analistas, que ya en aquella época preveían un coste superior para la guerra. Lawrence Lindsey, una consejera de la Casa Blanca para asuntos económicos en aquel entonces, cifró los gastos en 200.000 millones de dólares. El equipo del presidente, comprometido con los preparativos del conflicto, recibió la previsión más realista con disgusto no disimulado. La experta, poco tiempo después dimitió, en parte debido a las conclusiones de su estudio. A día de hoy, tanto los analistas como el elector estadounidenses observan asombrados como ambas previsiones estaban equivocadas. Las guerras, suele enseñar la Historia, no tienen un presupuesto previsible.
En el caso de la guerra de Iraq, el fin de las hostilidades y la subsecuente reconstrucción del país son todavía una incógnita, con lo que aumentan las críticas domésticas hacia la política exterior puesta en marcha por el presidente George W. Bush tras los atentados terroristas contra Washington y las torres gemelas de Nueva York del 11 S. La mayoría demócrata en el Congreso ha reencendido el debate político sobre la necesidad de un cambio de la estrategia de seguridad nacional. En las calles, las personalidades de Hollywood contrarias al gobierno son acompañadas por un número creciente de ciudadanos anónimos durante las manifestaciones callejeras, lo que podría representar un cansancio también por parte de segmentos menos conservadores del electorado del país.
“La política exterior de los Estados Unidos es radical, puesto que supone un cambio el pasar de la defensa a la seguridad. El peligro ya no es un Estado que les pueda atacar, sino los grupos terroristas. Las fuerzas armadas tienen que luchar contra ese tipo de terrorismo, con lo que el cambio tiene que ser radical. Esa visión también la tiene la estrategia de seguridad de la Unión Europea, es decir, se considera la posibilidad de que los terroristas utilicen armas de destrucción masiva. El problema lo tiene todo Occidente, pero los Estados Unidos han sido los más activos en el sentido de que han decidido utilizar todos los medios para evitar futuros ataques”, explica a ATB Félix Arteaga, investigador de temas de defensa y seguridad del Real Instituto Elcano.
Los interrogantes que comparten los políticos de la oposición y los ciudadanos más descontentes serían estas:
• ¿Hacia dónde quiere llegar EEUU con su política exterior?
• ¿Más valen las armas y la guerra, o las personas y el diálogo diplomático?
• ¿Cuáles son las verdaderas prioridades del país?
• ¿O es que, como un imperio decadente, sólo le queda persuadir con el desembarque de tropas?
El poder militar de la mayor economía mundial, de momento, aglutina las respuestas. Actualmente se sabe que la guerra en Iraq tiene un coste anual de cerca de 200.000 millones de dólares, el mismo valor que Lawrence Lindsey había previsto para toda la operación militar y que provocó tanto mal estar en la Casa Blanca.
Con la mitad de los recursos, según datos comparativos publicados recientemente por el The New York Times, el gobierno estadounidense podría encargarse de la atención médica de todos los estadounidenses excluidos del sistema público de salud del país. Un programa universal de educación preescolar no exigiría más de 35.000 millones de dólares anuales, mientras que la inmunización de los niños de todo el mundo contra el sarampión, la tos ferina, el tétanos, la tuberculosis, la poliomielitis y la difteria representaría una inversión anual de 600 millones de dólares. “El presupuesto de Bush [para la defensa] prueba que el imperio americano está en declive. La guerra en Iraq es insostenible. Aunque fuera un triunfo de reconstrucción de un país, basado en evidencias legítimas de amenazas contra nuestra seguridad interna, la guerra en Iraq devasta nuestro futuro económico”, escribió un lector al editor del periódico estadounidense el pasado 8 de febrero.
La mayoría demócrata en el
Congreso ha reencendido
el debate político sobre la
necesidad de un cambio de la
estrategia de seguridad nacional
El precio a pagar por la guerra y la supuesta lucha contra el terror, tanto en vidas como en dólares, se ha convertido en una cuestión nacional. Y es que las previsiones actuales de los probables costes totales de la guerra en Iraq –incluidos los recursos necesarios, por ejemplo, para el tratamiento físico y psicológico de los soldados heridos en combate– ascienden a cifras jamás pensadas incluso por quienes, en el pasado, consideraban justificada la invasión del país. Las proyecciones de diferentes analistas oscilan entre 1,2 y 2 billones de dólares, cifras que no sólo son difíciles de concebir sino que también dan la medida del problema del conflicto en el Oriente Próximo.
“Los americanos podríamos (y deberíamos) haber preguntado si habrá otras formas de gastar ese dinero que puedan mejorar nuestro largo recorrido de bienestar, y tal vez incluso nuestra seguridad. Si se considera la estimación de analistas conservadores de un gasto con la guerra de 1 billón de dólares, la mitad de esa suma podría haber financiado una sólida seguridad social durante los próximos 75 años. Si gastáramos en educación e investigación incluso una pequeña fracción de lo que quedara, probablemente nuestra economía estaría en una posición más fuerte. Si parte del dinero fuera destinada a la investigación de tecnologías de energía alternativa, o fuera utilizada para proveer medios para la conservación energética, seríamos menos dependientes del petróleo, y así más seguros. Los precios más bajos del petróleo que se obtendrían como resultado tendrían implicaciones obvias para el financiamiento de algunas de las amenazas actuales a la seguridad de América”, concluyen los economistas Joseph E. Stiglitz, de la Universidad de Columbia, y Linda Bilmes, de la Universidad de Harvard, en un informe publicado recientemente.
Las críticas a las prioridades de la política externa estadounidense provienen también de líderes internacionales. El pasado mes, el presidente ruso Vladimir Putin hizo un duro reproche a la actuación internacional de Estados Unidos, sugiriendo que el país estaría estimulando una carrera armamentista nuclear. Las palabras del mandatario ruso, pese a la retórica, se convirtieron en un vivo recuerdo de los tiempos de la guerra fría. “Atestiguamos un uso exagerado y casi incontrolado de la fuerza en las relaciones internacionales. Estados Unidos, ha traspasado sus fronteras nacionales en todas las formas y eso es muy peligroso porque nadie se siente ya seguro, porque nadie puede protegerse en el derecho internacional”, dijo.
Un mundo no “gobernable”
El imperio jamás ha estado tan expuesto. Así piensan muchos de los críticos a la política exterior estadounidense, y esa es la tónica de los análisis publicados no sólo por los periódicos más importantes del país, sino también por universidades y entidades independientes. El mundo ya no es “gobernable” como hace algunas décadas y tampoco se deja conducir por las decisiones de dos superpotencias dominantes. La dinámica de la política internacional es más compleja y cuenta con la participación activa de las potencias emergentes, los verdaderos enemigos son individuos aparentemente comunes que suben a autobuses que enseguida explotarán, el de al lado puede ser un coche bomba, mientras que un numero creciente de naciones decide aplicar sus propias estrategias de defensa sin antes consultar la comunidad internacional. Debido a esa complejidad, se critica la “paranoia”, la “prepotencia” y la “agresividad” estadounidense, por citar algunos de los adjetivos utilizados por quienes se oponen a las decisiones de Washington. En este cuadro, ¿cómo los Estados Unidos pueden encajar su tradición histórica de defender internacionalmente no sólo sus intereses nacionales, sino también los valores que consideran legítimos?
“Cuando los críticos hablan de prepotencia, se refieren a que involucran a los aliados, incluso a los más leales, ante hechos consumados. Esa es una asignatura que tiene pendiente la política exterior y de seguridad de Estados Unidos, no sólo hacia los aliados, pero también de comunicación hacia su propia sociedad. También necesitan superar ese recelo de las grandes potencias a la hora de compartir las soluciones. En el caso de Iraq, el gasto militar no está teniendo el resultado esperado, aunque las partidas destinadas a transformar la sociedad de Iraq hayan tenido algunos resultados parciales, como la realización de elecciones y un plan de seguridad tras otro. Pero por mucho dinero que inviertan y por mucho esfuerzo diplomático que se haga, los resultados están lejos de lo esperado. Dicho esto, es importante recordar que EEUU no está solo porque todos lo necesitan, así como las organizaciones internacionales de seguridad porque es el país que tiene la capacidad y la voluntad militar de actuar. Si se produce un aislamiento, muchas zonas del planeta tendrían el problema de encontrar a alguien que llenara el hueco”, complementa el investigador Félix Arteaga.
Las proyecciones de
diferentes analistas
para el coste total de la
guerra oscilan entre 1,2
y 2 billones de dólares
El periodista, escritor e investigador Anatol Lieven escribe que “una forma especialmente americana de mirar el mundo ha fallado en Iraq, así como la estrategia de la administración Bush”. Para él, el gobierno de Washington ha decidido actuar más allá de las fronteras nacionales sin tener en cuenta el concepto del “realismo ético”, una forma de pensar la política exterior defendida por diferentes intelectuales estadounidenses que se mostraban desilusionados con la estrategia utilizada durante la guerra fría. El realismo ético sería el modelo a seguir, representando “una estrategia internacional basada en prudencia; una concentración en posibles resultados en vez de buenas intenciones; un estudio cercano de la naturaleza, de los puntos de vista y de los intereses de otros Estados, así como una disposición para acomodar estos mismos intereses cuando no contradijeran los de América; y una mezcla de patriotismo americano asociado a una conciencia equitativamente profunda de los límites de la fuerza americana”.
El experto político Harlan Cleveland, a su vez, recuerda algunos de los logros de las políticas exteriores estadounidenses del pasado, comparándolos con la estrategia de la administración Bush. “Los estadounidenses y nuestro gobierno nos habíamos vuelto actores importantes en cada región del mundo. Estábamos comprometidos con temas regionales que también podrían ser considerados globales, como la erradicación de enfermedades infecciosas, la aviación civil internacional, los intercambios comerciales internacionales, la cooperación en políticas fiscales, el intercambio de la información, la investigación agrícola para el desarrollo, el mantenimiento de la paz por parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la atención a los refugiados y personas desplazadas, la capa de ozono, el calentamiento global y las técnicas de predicción del clima”, observa. Según él, este comprometimiento se ha transformado, atendiendo a los intereses de la actual administración, que no ha dudado en actuar con el uso del poder militar del país.
“En los primeros años de este siglo, el liderazgo histórico de Estados Unidos en una cooperación internacional constructiva ha sido seriamente perjudicado por dirigentes americanos. Una serie de decisiones tomadas en secreto en Washington, sumadas a las acciones unilaterales en todas las partes, han enredado las fuerzas armadas en la invasión de Iraq. Los planificadores del Pentágono evidentemente asumieron que su papel sería el de libertadores: creían que una población iraquí amistosa, liberada finalmente de 30 años de dictadura, se auto organizaría para reconstruir su propio país. Pero incluso en el caso histórico más favorable, y por poner un solo ejemplo, cuando los Aliados empujaron a los alemanes fuera de Italia durante la Segunda Guerra Mundial, la autoridad aliada tuvo que desplazar fuerzas de seguridad para implementar la gestión de un gobierno local, reconstruir la red energética del país, reconstruir puertos y carreteras y proveer grandes cantidades de comida y combustible antes que la gente traumatizada pudiera empezar a organizar su propio futuro democrático”, recuerda el experto.
El poder divino del imperio
Las grandes corporaciones de seguridad y armamento han sido apuntadas como un grupo de gran influencia en las decisiones de Washington, lo que no deja de ser un hecho si se considera el caso de Iraq. La política exterior, por tanto, tendría motivaciones económicas, puesto que la reconstrucción iraquí ofrece una infinidad de oportunidades (además de contratos en algunos casos demasiado favorables) a los contratistas. Ésa, sin embargo, no es la única fuerza de influencia en las decisiones de la Casa Blanca, apuntan los analistas. “Lo que es menos entendido es que todos los imperios de la historia han sido caracterizados por un declive de la razón y un aumento de la fe supernaturalista, combinada a una creencia en el imperio, con su emperador que tiene el mandato de Dios en la Tierra”, argumenta William Marina, investigador del Independent Institute y profesor de Historia en la Universidad Atlántica de Florida.
En su artículo Los imperios como períodos de ignorancia religiosa, el experto analiza la influencia religiosa en el gobierno estadounidense, así como las consecuencias negativas de las recientes acciones en política exterior para la visión que el mundo tiene de los Estados Unidos. Según él, el apoyo del fundamentalismo cristiano a la guerra en Iraq y al intervensionismo de EEUU fue precedido por intentos de grupos evangélicos de bloquear avances científicos y ponerse en contra a planteamientos menos conservadores de la sociedad norteamericana.
“Una forma americana de
mirar el mundo ha fallado
en Iraq, así como la estrategia
de la administración Bush”
“En el corazón de la idea del imperio, está la visión de que el Estado es la entidad fundamental de nuestras vidas. La legitimación del Estado como algo además de la fuerza y poder, se convierte en una necesidad extremamente importante. De ahí que la religión siempre ha sido una herramienta importante en ese proceso”, explica el experto a ATB. “América ha fallado en su esfuerzo de obtener la hegemonía sobre todo el planeta por medio de lo que algunos han llamado de el ‘Imperio universal’. Su ascenso, así como su declive, ha sido más rápido que lo de Roma. Los romanos llevaron a cabo la introducción de lo que se puede llamar una gran estrategia para hacer frente a su declive económico, retardando así el declive político. En Estados Unidos, sin embargo, hay pocas indicaciones, por lo menos hasta el momento, de que los líderes hayan hecho la misma clase de análisis intelectual o hayan adoptado una estrategia semejante”, agrega.
William Marina explica además en su artículo que el declive del imperio estadounidense es evidente en las últimas décadas debido a una serie de factores determinantes: la bancarrota creciente desde los años 60 como el aspecto económico más evidente, el declive cultural y la intolerancia respecto a diferentes temas científicos y de conocimiento. “Con la pluralidad de los que votaron en la última elección presidencial saludando “Hail George”, observemos que la presidencia de George W. Bush podría marcar el momento crucial de la aceleración excepcional de ese proceso”, concluye.
La herencia de Bush
De cara al futuro, otra pregunta complementa el cuestionario del principio del artículo: ¿se pueden prever mayores cambios en la política exterior estadounidense con una posible victoria de un candidato demócrata en las próximas elecciones presidenciales? La posibilidad es mínima, aunque los representantes del Partido Demócrata intenten demostrar lo contrario ahora que tienen reasumida la mayoría en el Congreso. “Quizás cambien el estilo o el objeto de las futuras decisiones, pero no el todo porque las políticas exteriores suelen ser consensuadas y cuentan con el respaldo de la sociedad. Por todo ello, puede que varíen alguna prioridad, pero no será un cambio radical. La posibilidad de un cambio más significativo existe si la experiencia en Iraq fracasa en algunos años o si el terrorismo resurge con fuerza”, evalúa Félix Arteaga, investigador del Real Instituto Elcano.
Hillary Clinton, que lidera los sondeos de las preferencias del Partido Demócrata para la candidatura a la Casa Blanca, se enfrenta a cuestionamientos desconcertantes siempre que en los mítines le preguntan sobre los motivos de su apoyo inicial a la guerra de Iraq. Ella se limita a decir que, sabiendo lo que hoy se sabe, nunca habría votado a favor de la ofensiva militar. El argumento, sin embargo, no convence del todo a muchos de los electores, que prefieren concentrar sus atenciones en el principal oponente de Hillary Clinton en las próximas primarias del partido. Barack Obama, que podría convertirse en el primer presidente negro de Estados Unidos, recibe aplausos animados de sus oyentes siempre que recuerda que se ha opuesto a la invasión de Iraq desde el principio. Los electores se sienten confortados con su rechazo a la solución bélica, sin recordar, sin embargo, que el candidato no precisó votar en 2002 por la resolución que decidió el futuro de Iraq, una vez que aún no ocupaba un asiento en el Senado.
La política exterior, con la guerra de Iraq en primera línea, será determinante para las pretensiones de cualquier candidato a la presidencia, ya sea del Partido Demócrata o del Republicano. La herencia la dejará George W. Bush, y tocará al nuevo mandatario estadounidense transformarla en lo que muchos esperan sea una nueva forma de actuar de la primera economía mundial.
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